“Una virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Emanuel (que significa: «Dios con nosotros).” Mateo 1:23.
En medio de los árboles de pino de distintos tamaños, adornados con grinaldas, bombillos, figuras y luces de colores parpadeantes, los regalos de distintos tamaños envueltos, banquetes extravagantes y las celebraciones familiares, es fácil olvidarnos el asombro que representa el nacimiento de Emanuel, “Díos con nosotros”. Este nacimiento, no se trató solo de un bebé que nació en un pesebre hace más de dos mil años, sino del Dios eterno tomando carne humana para acercarse a toda la humanidad pecadora de la manera más íntima posible. Emanuel “Dios con nosotros” no es un simple eslogan publicitario del nacimiento del unigénito Hijo de Dios, sino una revolución divina que cambió por completo la historia trágica del hombre pecador.
Para cambiar definitivamente el difícil destino que le aguardaba a la humanidad pecadora en el final de los tiempos, Dios no envió un mensaje desde lejos, ni un ángel con instrucciones, ni un libro con leyes y mandamientos que los hombres deberían seguir para alcanzar la justificación de sus pecados y la redención de su alma. Más bien, Él mismo bajó del cielo, despojándose de su divinidad, se hizo vulnerable para experimentar en carne propia las diferentes emociones que atravesamos los seres humanos. De hecho, el unigénito Hijo de Dios no vino a este mundo como turista divino, sino como participante activo y completo de la condición humana: por eso, sintió el dolor de la perdida de un amigo, sintió hambre y sed, conoció la traición, experimentó el dolor físico, así como el dolor del alma. Por cuánto experimentó en su carne las emociones humanas, para Emanuel, “Dios con nosotros” el sufrimiento que afrontamos día tras día los hombres no es nada ajeno, Él comprende perfectamente nuestras frustraciones, nuestra tristeza, nuestro dolor cuando atravesamos por valles de sombra de muerte.
El verdadero sentido del nacimiento de Emanuel, no es solo que Dios está cerca de nosotros, sino que realmente está con nosotros para salvarnos de la condenación eterna. El Hijo de Dios no vino a este mundo a observar las lucha que mantenemos, sino a entrar en ella. No vino a condenarnos por nuestros pecados, sino a redimirnos. Su nombre es Jesús “el Señor salva”, y Su presencia es Emanuel “Dios con nosotros”. Ambos nombres revelan la misma misión: amor encarnado que rescata de toda condenación en la que nos encontramos.
Al venir a este mundo despojándose de su divinidad, de la adoración y de la servidumbre de todos los ángeles que habitan en su reino celestial, el unigénito Hijo de Dios, eligió estar totalmente bajo la dependencia de unos simples mortales de carne y hueso, como fueron los brazos de María su madre, del trabajo de José su padre, del alimento que otros le darían. La omnipotencia divina se vistió de fragilidad. Esto desarma todos nuestros conceptos de poder, autoridad y dominio. El verdadero poder divino se muestra no en dominación, sino en amor que se entrega a quienes se ama. Emanuel “Dios con nosotros” vino a este mundo a entregar su vida por amor a toda la humanidad pecadora. El precio de su amor fue su sangre derramada en la cruz del calvario. Con su venida a este mundo, ha roto para siempre la distancia que nos mantenía separados entre Dios Padre y nosotros. Por eso dónde quiera que estemos o lo que estemos enfrentando, Emanuel esta con nosotros Para siempre.
El nacimiento de Jesucristo no se debe reducir a una festividad anual. Debe ser el corazón latente de cada día por la alegría de que un día vino a este mundo nuestro Salvador, para liberarnos de la condenación eterna. Por eso al recordar el nacimiento de nuestro redentor, ya no nos enfrasquemos en los árboles y sus adornos, en los regalos costosos, en los banquetes, ni en las fiestas familiares, en su lugar, enfoquemonos en buscar una verdadera comunión con nuestro Salvador, no solo un día del año, sino todos los días.
